«Antes pesaba 107 kilos y fumaba mucho. Fui a ver al médico y me dijo: “Escuche, sus triglicéridos están muy altos. Por si no lo ha notado, ha entrado en el país del infarto”. Utilicé esa frase en el libro. Me dijo que debía dejar de fumar y perder peso. Pasé el fin de semana solo y muy enfadado. Pensé en ello y en lo espantoso que era que me hicieran hacer todas esas cosas terribles para salvar mi vida. Bajé de peso y dejé de fumar. Una vez que el peso empezó a bajar, me di cuenta de que estaba apegado a él, de alguna manera, que realmente no quería perderlo. Comencé a pensar en lo que pasaría si alguien empezara a perder peso y no pudiera parar. Al principio era una situación bastante grave. Luego recordé todas las cosas que hacía cuando pesaba mucho. Tenía la convicción paranoica de que la báscula pesaba de más, sin importar lo que fuera. Me negaba a pesarme, excepto por la mañana, y después de haberme quitado toda la ropa. Era tan existencial que, al cabo de un tiempo, tenía su gracia».